Siempre que pasaba con el bondi por ese
edificio alzaba mi vista buscando aquella silueta en la ventana. Solía estar
ahí, apoyada en sus hombros, fumando; o levantando un brazo para realizar
alguna acción imposible de deducir debido a la fugacidad de los momentos que me
dejaban espiarla: el 33 bajando rápido el puente de La Boca, que muestra desde
lo alto las sucias intimidades de los techos oxidados, donde crecen plantas
de mugre acumulada, flores de hollín
regadas por escapes de colectivos y camiones que llevan containers del puerto a
la ciudad; sucio río que ya no es de agua, que es de mugre muerta de vergüenza
porque esos barcos aún se atrevan a posarse sobre ella. Si de pronto ese agua
aclarase y dejase ver en su transparencia el cementerio que abajo descansa
sería el colmo del espanto para los ojos que vean. Mejor que siga así, siendo
negro ese manto líquido que exhala los olores de lo que permanece invisible;
como ese rostro, el color de esos ojos, el tamaño de esa silueta asomada o escondida,
trasladándose fugaz de un cuarto al otro, como un fantasma.
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